KABUL, Afganistán — Era el 13 de noviembre de 2001. El Sol apenas comenzaba a salir sobre las montañas Hindú Kush cuando los talibanes desaparecieron de Kabul, la golpeada capital de Afganistán.
Los cuerpos de los árabes extranjeros que se habían quedado atrás estaban mutilados y ensangrentados. Habían sido encontrados y asesinados por afganos de otra facción que avanzaba y fueron llevados a la ciudad como parte de una campaña encabezada por Estados Unidos que expulsó a los talibanes del poder.
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Era un momento en que Estados Unidos todavía lidiaba con la conmoción por los ataques terroristas de dos meses atrás, cuando aviones piloteados por terroristas de Al Qaeda se estrellaron contra tres edificios emblemáticos y en un campo de Pensilvania, y mataron a más de 3,000 personas.
Los perpetradores y su líder, Osama bin Laden, estaban en algún lugar de Afganistán, protegidos por los talibanes.
Había una misión: encontrarlo. Llevarlo ante la justicia.
Desde el 2001, los afganos creyeron el poder de los extranjeros para asegurar su futuro contra el talibán
En ese preciso momento, Afganistán —con dos décadas de desorden detrás y dos décadas más por delante—, se suspendió en un momento intermedio. Las páginas de su historia reciente estaban ya llenas de sufrimiento, pero por primera vez en un tiempo, algunas páginas en blanco llenas de potencial estaban justo adelante. Nada era seguro, pero muchas cosas parecían posibles.
En ese contexto, los afganos entendieron que la misión contra bin Laden significaba una oportunidad para asegurar su futuro —un futuro tan turbio en ese día como lo es hoy. En esos meses y años posteriores al 2001, creyeron en el poder de “los extranjeros”.
Desde hace cientos de años hasta el confuso caos de las últimas semanas, cuando Estados Unidos se retiró de su base aérea y después de la capital, la palabra “extranjero” ha significado muchas cosas en el contexto afgano, desde invasores hasta posibles colonizadores.
Pero en noviembre de 2001, en una capital afgana mayoritariamente en ruinas donde las carreteras llenas de baches estaban llenas de bicicletas y taxis amarillos destartalados, significó esperanza.
Torek Farhadi se unió a decenas de expatriados afganos educados y capacitados que regresaron a su tierra natal en 2002, después de que los talibanes se fueran. Quería ser parte del nuevo Afganistán que prometió la invasión encabezada por Estados Unidos.
“Encontré a la gente aliviada y llena de energía para comenzar de nuevo”, dijo el economista desde su casa en Ginebra, mientras observaba el regreso al poder de los talibanes el mes pasado. También recordó a las “mujeres jóvenes e inteligentes” que encontró y que habían perdido una gran parte de su educación debido a la represión de los talibanes entre 1996 y 2001.
La llegada de la coalición liderada por los Estados Unidos semanas después de los ataques del 11 de septiembre puso fin a un régimen represivo y religiosamente radical que tenía más en común con el siglo VI que con el XXI.
Mullah Mohammad Omar, el aislado líder tuerto de los talibanes, había llevado la aldea a la ciudad. Los estrictos edictos que enseñaba en su madrasa (escuela religiosa musulmana) de una sola habitación de barro se convirtieron en ley. A las niñas se les negó la educación. Las mujeres estaban confinadas en sus hogares, y cuando estaban en público, dentro de la burka que las cubría del todo. A los hombres se les dijo que llevaran barba. La televisión fue prohibida al igual que toda la música, excepto los cánticos religiosos.
Cuando los talibanes huyeron y el nuevo líder posterior al 11 de septiembre, Hamid Karzai, entró en el extenso palacio presidencial, descubrió que los talibanes habían dejado su huella. El piano de cola había sido destripado; sólo quedaba la elegante cáscara: las piezas interiores habían sido removidas —aparentemente por temor a que una tecla fuera presionada accidentalmente y se hiciera música.
Habían desfigurado murales de miniaturas pintadas a mano de pared a pared: Los talibanes, que creían que las imágenes de seres vivos eran un crimen contra el islam, cubrieron la cara de cada pájaro diminuto con un marcador negro.
En esos primeros años, Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa de George W. Bush, prometió que no se construiría la nación. El gobierno del país fue entregado a los aliados afganos de Washington, muchos de los cuales habían destruido Kabul con sus amargos pleitos la última vez que gobernaron. Bajo su corrupción, el país se convirtió en una colección de feudos que enriquecieron a los caudillos militares locales y provocó el ascenso de los talibanes.
Los pastunes, el grupo mayoritario que había constituido la columna vertebral del país, fueron privados de sus derechos súbitamente. En 2002, el subjefe de policía de Zabul, una provincia del sur que alguna vez fue bastión de los talibanes, envió a 2,000 jóvenes pastunes a Kabul para unirse al Ejército Nacional Afgano. Los molestaron y se burlaron de ellos; el subjefe dijo que todos menos cuatro terminaron por unirse a los talibanes.
Carteles gigantes del combatiente antitalibán Ahman Shah Massoud —un caudillo militar de la etnia tayika asesinado el 9 de septiembre de 2001—, fueron pegados en vehículos oficiales y en el interior del Ministerio de Defensa. El primer ministro de Defensa, Mohammad Fahim, un teniente de Massoud, profundizó las divisiones al institucionalizar la discriminación étnica.
El ejército afgano, que colapsaría ante los avances de los talibanes en 2021, inició su existencia con sus reclutas con frecuencia más leales a un caudillo militar que al ejército mismo. El entrenamiento era de apenas ocho semanas para hombres nuevos, generalmente sin educación. La construcción del ejército afgano fue comparada con frecuencia como reparar a una aeronave en pleno vuelo.
Así que, en todo Afganistán, de manera rápida y comprensible, comenzó: los derrotados talibanes comenzaron a resurgir. Y continuó empeorando.
Para 2012, solo dos años antes de que los Estados Unidos y la OTAN entregaran el operativo de la guerra al gobierno de Afganistán, el ejército afgano era apenas competente y estaba lleno de combatientes furiosos por lo que consideraban un mal trato por parte de sus entrenadores extranjeros. Los soldados usaban botas con agujeros debido a un contratista de mala calidad que había entregado equipo deficiente y a quien funcionarios corruptos pagaron millones. En un puesto de avanzada del ejército en el este del país, los cascos eran tan escasos que cinco soldados se turnaban para usar uno.
¿Y los entrenadores estadounidenses? Ya no asistían a las sesiones de entrenamiento en las que se utilizaba municiones reales.
Temían que dirigieran las armas hacia ellos.
El regreso el mes pasado de los talibanes, con sus largas barbas y sus tradicionales turbantes sueltos, ha creado un temor generalizado entre los jóvenes de las ciudades afganas, lugares donde las chicas urbanas con hiyab (el velo que cubre su cabeza y pecho) se han sentido libres para reunirse en cafeterías y en la calle. Hombres jóvenes con vestimentas occidentales que sueñan con libertades aún mayores han sido parte del caos del aeropuerto que recibió el inicio de los vuelos de evacuación.
Afganistán, un país de 36 millones de habitantes, está lleno de gente conservadora, muchos de los cuales viven en el campo. Pero ni siquiera ellos se adhieren a la interpretación estricta del islam que impusieron los talibanes cuando gobernaron por última vez.
Los líderes talibanes, muchos vinculados al régimen anterior, incluido el cofundador del movimiento, Mullah Abdul Ghani Baradar, prometen un talibán diferente esta vez. Alguna vez tímidos o renuentes ante las cámaras, muchos han realizado apariciones regulares en el escenario diplomático. Dicen que las mujeres pueden trabajar, asistir a la escuela y participar en la vida pública.
Quién les cree es totalmente otra cuestión. La nueva generación está llena de jóvenes nerviosos que crecieron con historias que eran materia de pesadillas.
Algunos afganos mayores, a quienes les preocupa que una economía de por sí ya deprimida sólo empeorará, señalan que el último gobierno de los talibanes estuvo marcado por una fuerte seguridad. Bajo esos talibanes, la justicia era veloz y dura. A los ladrones condenados les cortaron las manos. Los asesinos fueron ejecutados públicamente. Los castigos y los juicios se llevaron a cabo públicamente en un estadio lleno de miles de personas: escenas crueles que aún generan miedo.
Incluso mientras el mundo observaba en estado de conmoción la rápida desaparición del ejército y el gobierno afganos durante las últimas semanas, las señales de la decadencia de Afganistán después del 11 de septiembre habían sido evidentes desde hacía mucho tiempo.
Veinte años y miles de millones de dólares en inversión después del 11 de septiembre, Afganistán fue considerado uno de los peores lugares del mundo para ser mujer en 2020 y en 2019, según el Instituto de Georgetown para la Paz y la Seguridad de la Mujer. En 2018, en una encuesta de Gallup con una escala del uno al 10 para determinar cómo los encuestados calificaban sus posibilidades de un futuro mejor dentro de cinco años, los afganos promediaron un 2.3. Gallup lo llamó un “nuevo mínimo para cualquier país en cualquier año”.
Y dos tercios de los encuestados eran menores de 35 años —afganos muy jóvenes que, este mes, se preguntan con ansiedad qué sucederá después.
Cuando los afganos todavía creían que la búsqueda de la paz podía marcar la diferencia, existía algo llamado Consejo Superior de la Paz. Hace algunos años, uno de sus miembros se preguntaba cómo las fuerzas de Estados Unidos y de la OTAN —que en su punto más alto sumaban 150,000 combatientes y luchaban junto a cientos de miles de tropas afganas— no podían derrotar a decenas de miles de talibanes.
“O no quisieron o no pudieron hacerlo”, dijo Mohammed Ismail Qasimyar. “Han hecho un infierno, no un paraíso para nosotros”.
En los primeros años después del 11 de septiembre, el dinero estadounidense llegó a Kabul en maletas. No había bancos en funcionamiento en ese momento —ni supervisión de los miles de millones de dólares que llegaban a raudales al país. La mayor parte pasó por las manos de caudillos militares aliados a los Estados Unidos, cuya corrupción había causado el ascenso de los talibanes en la década de 1990.
Los generales estadounidenses eran utilizados con frecuencia por sus aliados afganos para vengarse. Mohabullah, un afgano que había abandonado a los talibanes para regresar a su casa en la provincia central de Ghazni, se rió una vez al relatar lo fácilmente que los estadounidenses eran engañados por sus socios afganos. Recordó cómo el propietario de una gasolinería fue entregado como talibán a las fuerzas de Estados Unidos para resolver una disputa.
Las fuerzas estadounidenses con frecuencia, sin saberlo, se vieron envueltas en rivalidades locales durante esos primeros meses y años en los que dependían por completo de los caudillos militares que eran sus aliados. En 2002, un general estadounidense tuvo que depender completamente de los excaudillos para obtener información sobre figuras prominentes de Al Qaeda que estaban en movimiento.
Para aquellos que han observado a Afganistán durante años, las escenas de multitudes de hombres, en su mayoría jóvenes, colgados de aviones que partían del aeropuerto de Kabul el mes pasado, parecían una acusación de las dos décadas de esfuerzos y los miles de millones de dólares gastados. Para muchos de esos hombres, la desesperación por partir se debía menos al temor por su vida y más para encontrar una nueva.
Y, dicen algunos afganos, no es de extrañar.
“Los cleptócratas y caudillos militares encontraron su lugar en los pasillos del poder. Eran ricos, se volvieron asquerosamente ricos y tomaron como rehén de sus intereses a todo el sistema de gobierno”, dice Farhadi, el economista. “La gente perdió la fe”, dice. “Ni siquiera los soldados lucharon por su liderazgo corrupto”.
Aún así, Farhadi, exasesor del Fondo Monetario Internacional y execonomista del Banco Mundial, dijo que regresaría a su tierra natal bajo los talibanes —para ayudarlos a encontrar una manera de operar en el siglo XXI.
Mucho ha cambiado en el Afganistán de la era del 11 de septiembre. Bin Laden está muerto y desaparecido, asesinado por las fuerzas de Estados Unidos en Pakistán en 2011. Kabul es una ciudad que muchos talibanes que regresan ya no reconocen. Y con esa esperanza de noviembre de 2001 relegada durante mucho tiempo a la historia y la angustia de Afganistán, Farhadi tiene un consejo para los antiguos y ahora más recientes gobernantes de su país.
“Estén muy atentos a la corrupción. Generen igualdad de condiciones para negocios libres de corrupción. Permitan que las mujeres se incorporen a la fuerza laboral; ayudará a los hogares a mejorar sus finanzas. Pidan a la diáspora que regrese, invierta y ayude a construir el país. Eviten llevar al país al aislamiento. Es el pueblo el que acabará por pagar el precio de las sanciones”.